Es interesante descubrir que el
ilustre poeta Kahlil Gibrán, autor del célebre escrito “Tus hijos”, no tenía prole alguna. Este poema que comienza y cito: “Tus hijos no
son tus hijos, son hijos e hijas de la vida”, es uno que ciertamente invita a
la reflexión. Aun cuando el autor nos
insta a respetar la libertad de los hijos, dicha libertad puede ser exaltada
aún si reconocemos a nuestros hijos como una magnífica extensión de nuestro ser.
Nuestros hijos son nuestros ya
que forman, junto con nosotros, una misma esencia. Compartimos vida, alegría, tristezas y
energía. Cuando una mujer decide ser
madre, adquiere tanto
la responsabilidad como la persona que crea dentro de su vientre. Las madres podemos vernos continuamente
reflejadas en nuestros hijos. Ellos
pueden mostrarnos, tanto aspectos deseados de nuestra personalidad, como áreas en las que debemos
mejorar, puesto que son imagen y semejanza
de quienes somos. Por lo tanto,
es necesario detenernos en el ajetreo diario y observar con detenimiento a
nuestros hijos.
El ejercicio de mirar sus
hábitos, destrezas, amistades y formas de expresarse, entre otros, nos da
información importante de quiénes son y sobre todo, de cómo están manejando sus
respectivos retos a diario. Las madres
somos ese “ojo protector” que anticipa las caídas físicas de los pequeñines y
las caídas emocionales que podrían sufrir los más grandes. La práctica de detenernos a observar con diligencia
a nuestros hijos nos conecta con esa sabiduría intuitiva, que por ser madres,
ya tenemos. Esto nos permite, entonces,
profundizar en aspectos personales de los
hijos que normalmente no saltarían a la vista.
Al contemplarles desde este punto de apreciación detallada descubrimos
fortalezas en ellos y áreas en las que pueden mejorar, abriendo así espacios para la comunicación
efectiva y saludable.
Al observar nuestra creación objetivamente y con el menor
juicio posible, miramos nuestra propia verdad plasmada en lo externo. En nuestros hijos está nuestra alma en forma
palpable y cuando hay algo de ellos que nos reta o nos molesta, no hay que
cambiar nada afuera. Para que haya una
transformación verdadera y sustentable es preciso que el cambio sea hecho dentro de nosotras mismas. Así como de niños les protegíamos de
nuestros catarros, somos responsables de no contagiar a nuestros hijos con
nuestros miedos, faltas de respeto, malos hábitos y pensamientos negativos.
Nuestros hijos SÍ son nuestros hijos. Ellos son, en efecto, el mejor reflejo de quiénes
somos y de cómo nuestra vida está impactando el mundo en el que vivimos. La invitación es a hacer una pausa reflexiva
para observarnos en ellos. Admiremos lo
bello, afable y cordial. Reconozcamos
las virtudes y los buenos hábitos. Los
aspectos que necesitan mejoría serán corregidos cuando desde el amor y la
aceptación les modelemos el mejor comportamiento. El regalo más extraordinario que puede
recibir una madre en su día es mirarse en el espejo de sus hijos y sentirse plenamente
complacida y feliz.
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