Hay momentos extraordinarios en los cuales la naturaleza lleva
acabo actos espectaculares para dejarnos sin aliento. Una lluvia de estrellas, un arcoíris doble,
una marejada gigantesca, flores de dos colores, en fin, se luce ante nosotros
para llamarnos la atención. En estos
días, los astros tomaron el protagonismo.
Tanto el sol del solsticio de verano como la súper luna, han acaparado la
atención de muchos, a juzgar por los rituales de recibimiento del verano y la cantidad de veces que vi la luna retratada
en Facebook.
Los astros siempre han sido un foco de fascinación para los
seres humanos. Desde tiempos
ancestrales, el culto a las lumbreras celestes marca la vida de las personas. El sol se presenta como la fuente de vida en
casi todas las culturas nativas del planeta, si no en todas. Desde la deidad solar Ra, de la mitología egipcia,
vemos los astros a través de muchas culturas como una presencia identificada
con la divinidad. En la mitología celta
encontramos a Lug, mientras que los incas
invocaban a Inti y para los griegos, Apolo
representaba al sol.
Por su parte, la luna muestra sus ciclos más claramente. Esto ha llevado a que, a través de los
siglos, la luna sea guía para los procesos de la vida. Las siembras, las cosechas, las mareas, en
fin, mucho de la vida gira alrededor de la luna y sus fases. Al igual que el sol, que representa la muerte
y la resurrección a diario, la luna lo hace de forma mensual. En general, identificamos a la luna con la
energía femenina. En la mitología griega
encontramos a Artemisa como la representante de la luna, y a la diosa Chang’e en la tradición china. Hay culturas, como la japonesa, en la que
encontramos que la figura femenina, Amaterasu,
representa al sol, mientras que su hermano, Tsukuyomi,
representa la luna. Queda claro que las energías de los astros pueden
representar tanto lo femenino como lo masculino.
Me atrevo a teorizar que la fascinación que tenemos con los
astros es porque nos recuerdan que todos somos dioses y diosas. La naturaleza nos llama la atención para que
la miremos y nos miremos a nosotros mismos.
Cuando observamos estas grandes luminarias, a las que a través de la
mitología les hemos dado características humanas, nuestra naturaleza nos lleva
a “divinizarnos” al contacto con los astros.
Somos llamados a admirarnos a nosotros mismos como extraordinarias
extensiones de lo divino. Nos visualizamos hermosos, poderosos, dadores
de vida, participantes de los ciclos, en fin, nos vemos dioses. Logramos olvidar nuestras limitaciones
humanas y nos encontramos con la pura energía que irradian, tanto el sol como
la luna, y recordamos, inherentemente, nuestra grandeza. Muchas culturas aprovechaban estos fenómenos
para hacer sacrificios en los tiempos antiguos.
La invitación es a sacrificar los pensamientos de limitación, la falta
de auto estima espiritual, la necesidad de sentirnos menos que lo divino y a que
abracemos los astros como nos abrazaríamos a nosotros mismos. Démonos generosamente la oportunidad de
vernos en el espejo de las grandes creaciones de la naturaleza y hagamos el
ejercicio apreciativo de admirarnos a nosotros mismos como admiramos la súper
luna o el súper sol de nuestro esperado solsticio de verano. Bendiciones para las diosas y los dioses.